domingo, 9 de junio de 2013

EL COMIENZO.

No sé cómo comenzar, si por el principio cuando llegue a esta ciudad que pareció recibirme con los brazos abiertos y al mismo tiempo me castigo por mi ingenuidad o comenzar mis relatos cuando empezó todo... ya sé por dónde emprender mi historia,  en el punto intermedio, cuando deje aquel internado que fue Paraíso e Infierno, y donde aprendí a conocer mi cuerpo y el amor.

La despedida fue triste pero no opacó mis ganas de recorrer el mundo, para mi marcharme de aquel colegio interno aunque fuera un kilómetro era ya una hazaña y todo aquello que estaba fuera de los perímetros de sus grandes murallas era ya otro universo que me estuvo vetado por largos años. Tal vez el momento más apesadumbrado fue cuando en solitario me despedí de mis compañeros, colegas de mis travesuras que hacían rabiar a los maestros y curas; el adiós a mi querido Teofonte,  mi camarada de las nocturnidades donde nuestro onanismo hizo crecer entre las grietas  de aquellas mohosas paredes un verdor más luminoso y esperanzado, fue distinto, muy en el fondo los dos estábamos felices con mi partida, más tarde le tocaría partir a él y ya habíamos cuadrado nuestro encuentro en la gran ciudad.

La noche antes de mi partida nos deslizamos como fantasmas por los pasillos que unían los dormitorios de los alumnos y maestros y nos vimos en la oscura biblioteca, nos besamos como se besan los labios inexpertos de los muchachos que aún se están descubriendo, la humedad de nuestras bocas se unieron con las saladas lágrimas que brotaron primeramente de sus oscuros ojos y que después brotaron de los míos. Le dije entre los apasionados ósculos que no llorara, que su llanto provocaba el mío y que mi eminente salida de la abadía-colegio era la primera puerta que se abría a nuestra libertad. Él me contesto que sus lloriqueos no eran de tristeza, que eran de felicidad pues sabía que yo lo esperaría, que mientras los tres meses que estaría lejos de él  me encargaría de arreglar el nido de amor tantas veces jurado.

Esa última noche lo amé como nunca lo había hecho, me hice hombre y como hombre lo hice mío, mi boca sedienta de su carne opalina como la luna recorrió todo su cuerpo, su piel erizada se hizo más apetecible para mi lengua que se dejó hipnotizar por sus vellos hermosamente acumulados  entre sus nalgas, estuve bastante rato aspirando los dulces olores emanados de aquella carne escondida, rosada y blanda; chupé, besé, lamí, acaricié con mi nariz, barbilla y labios toda su sensual circunferencia que por vez primera me ofrecía. Su jadeo me excitaba más porque sabía que mi juego de lengua y labios lo hacía feliz, pero su felicidad no era completa, quería más y más estaba yo dispuesto a darle, abrió más las piernas y elevó su culo hacia el cielo tal como hacen las gatas en celo y yo con mi miembro erguido y sin pensarlo dos veces lo introduje dentro de su hambriento ano. Enmudeció, no sé si fue de dolor o de placer, sus piernas empezaron a temblar y por segundos  apretó tantos sus esfínteres que me causo dolor, pero aguante y seguí meciéndome sobre su cálido cuerpo, él poco a poco fue cediendo a mi ritmo y se unió al vaivén del baile, al compás de mi enardecida cadera que no dejaba de empujar mi pene dentro de él. Mi boca no se detenía tampoco, le besaba la espalda, le mordía la nuca, le relamía los lóbulos de sus orejas y mis manos que se hicieron de pulpo apretaban sus tetillas excitadas y su pene que estaba tan duro como una piedra.

Al rato de nuestro vals, ágilmente se soltó de mis manos y allí mismo tomo de los estantes dos tomos enormes que pude percibir en aquella oscuridad que apenas era violada por los rayos de la luna llena que se colaban por el vitral principal de la biblioteca, y que pertenecían a la obra completa de Aristóteles, los colocó en el piso y se sentó sobre ellos para luego acostar su espalda y elevar sus piernas abriéndolas para volverme regalarme su hoyo que quería seguir siendo profanado, no vacile, volví adentro, me eche ferozmente sobre él y ahora frente a frente besaba su boca, mi lengua al igual que mi miembro se hizo torpedo y mientras uno ahogaba su garganta con saliva el otro inundaba su entrañas con semen.

Enseguida de haber acabado dentro de su frágil cuerpo, aún encima de él, sentí su caliginoso líquido brotar que baño nuestros abdómenes aún unidos como unidos seguían nuestras bocas, nuestros brazos a nuestros cuerpos, como se unían los rizos de sus cabellos en los míos, éramos uno solo en ese instante donde por primera vez nos entregábamos, no a las solitarias jornadas de masturbaciones donde solo nos mirábamos a los ojos que suplicaban ardientemente que nos uniéramos en carne y semen… en la oscuridad de la biblioteca, donde juntos habíamos leído “El Satiricón”, donde habíamos compartido nuestras inocentes indecencias sobre “Justine o los infortunios de la virtud”, habíamos entregado el uno al otro lo único que nos pertenecía, nuestro amor, nuestra pasión.

Nuestra pasible soñolencia postcoital fue interrumpida por unos jadeos lejanos que sonaba más como una tos que como quejidos de placer, nos miramos sorprendidos, algo asustados porque nos percatamos que fuimos espiados, rápidamente nos levantamos como pudimos nos vestimos y huimos despavoridos pero aun agarrados de las manos, nos acostamos cada uno en nuestras camas pero nuestras manos extendidas seguían unidas. Nos seguíamos mirando en la plenitud de la noche, poco a poco nos fue venciendo el sueño y caímos felices en los brazos de Morfeo.

A las cinco de la madrugada me levante, Teofonte seguía dormido, en su rostro se dibujaba la felicidad completa, sus cachetes blancos, sus labios carnosos y rosas, sus largas pestañas aun descansaban y no me atreví a despertarlo, su sueño conjugado con la blanca piel que escapaba de las límpidas sábanas le daba un aire de aquellas estatuas de alabastro que adornan las  tumbas de los camposantos. Le besé silenciosamente en la boca. Entonces dirigí mis pasos a lo que me esperaba allá afuera. Me acompaño hasta la puerta del colegio el abate-director que me tomo del hombro hasta llegar el taxi que me llevaría hasta el aeropuerto. Apena coloque las maletas en el taxi y antes de montarme  el director me dijo al oído: “Se lo que hiciste anoche”. Cerró la puerta y el taxi enseguida inicio su marcha.


Las cartas estaban echadas, yo comenzaba una nueva vida en la gran ciudad. Teofonte se quedaría en el internado por tres meses más, bajo la mirada implacable del director, ya yo conocía su crueldad pero también conocía su nobleza… ¿Qué cara le mostraría a mi bello Teofonte? Tuve una erección tremenda, abrumadora, que solamente pereció cuando llegamos a la terminal. Salí del taxi y dije Adiós, olvidándome de inmediato de Teofonte.