No sé cómo comenzar, si por el
principio cuando llegue a esta ciudad que pareció recibirme con los brazos
abiertos y al mismo tiempo me castigo por mi ingenuidad o comenzar mis relatos
cuando empezó todo... ya sé por dónde emprender mi historia, en el punto intermedio, cuando deje aquel
internado que fue Paraíso e Infierno, y donde aprendí a conocer mi cuerpo y el
amor.
La despedida fue triste pero no
opacó mis ganas de recorrer el mundo, para mi marcharme de aquel colegio
interno aunque fuera un kilómetro era ya una hazaña y todo aquello que estaba
fuera de los perímetros de sus grandes murallas era ya otro universo que me
estuvo vetado por largos años. Tal vez el momento más apesadumbrado fue cuando
en solitario me despedí de mis compañeros, colegas de mis travesuras que hacían
rabiar a los maestros y curas; el adiós a mi querido Teofonte, mi camarada de las nocturnidades donde
nuestro onanismo hizo crecer entre las grietas
de aquellas mohosas paredes un verdor más luminoso y esperanzado, fue distinto,
muy en el fondo los dos estábamos felices con mi partida, más tarde le tocaría
partir a él y ya habíamos cuadrado nuestro encuentro en la gran ciudad.
La noche antes de mi partida nos
deslizamos como fantasmas por los pasillos que unían los dormitorios de los
alumnos y maestros y nos vimos en la oscura biblioteca, nos besamos como se
besan los labios inexpertos de los muchachos que aún se están descubriendo, la
humedad de nuestras bocas se unieron con las saladas lágrimas que brotaron
primeramente de sus oscuros ojos y que después brotaron de los míos. Le dije
entre los apasionados ósculos que no llorara, que su llanto provocaba el mío y
que mi eminente salida de la abadía-colegio era la primera puerta que se abría
a nuestra libertad. Él me contesto que sus lloriqueos no eran de tristeza, que
eran de felicidad pues sabía que yo lo esperaría, que mientras los tres meses
que estaría lejos de él me encargaría de
arreglar el nido de amor tantas veces jurado.
Esa última noche lo amé como
nunca lo había hecho, me hice hombre y como hombre lo hice mío, mi boca
sedienta de su carne opalina como la luna recorrió todo su cuerpo, su piel
erizada se hizo más apetecible para mi lengua que se dejó hipnotizar por sus
vellos hermosamente acumulados entre sus
nalgas, estuve bastante rato aspirando los dulces olores emanados de aquella carne
escondida, rosada y blanda; chupé, besé, lamí, acaricié con mi nariz, barbilla
y labios toda su sensual circunferencia que por vez primera me ofrecía. Su
jadeo me excitaba más porque sabía que mi juego de lengua y labios lo hacía
feliz, pero su felicidad no era completa, quería más y más estaba yo dispuesto
a darle, abrió más las piernas y elevó su culo hacia el cielo tal como hacen
las gatas en celo y yo con mi miembro erguido y sin pensarlo dos veces lo
introduje dentro de su hambriento ano. Enmudeció, no sé si fue de dolor o de
placer, sus piernas empezaron a temblar y por segundos apretó tantos sus esfínteres que me causo
dolor, pero aguante y seguí meciéndome sobre su cálido cuerpo, él poco a poco
fue cediendo a mi ritmo y se unió al vaivén del baile, al compás de mi
enardecida cadera que no dejaba de empujar mi pene dentro de él. Mi boca no se detenía
tampoco, le besaba la espalda, le mordía la nuca, le relamía los lóbulos de sus
orejas y mis manos que se hicieron de pulpo apretaban sus tetillas excitadas y
su pene que estaba tan duro como una piedra.
Al rato de nuestro vals,
ágilmente se soltó de mis manos y allí mismo tomo de los estantes dos tomos
enormes que pude percibir en aquella oscuridad que apenas era violada por los
rayos de la luna llena que se colaban por el vitral principal de la biblioteca,
y que pertenecían a la obra completa de Aristóteles, los colocó en el piso y se
sentó sobre ellos para luego acostar su espalda y elevar sus piernas
abriéndolas para volverme regalarme su hoyo que quería seguir siendo profanado,
no vacile, volví adentro, me eche ferozmente sobre él y ahora frente a frente
besaba su boca, mi lengua al igual que mi miembro se hizo torpedo y mientras uno
ahogaba su garganta con saliva el otro inundaba su entrañas con semen.
Enseguida de haber acabado dentro
de su frágil cuerpo, aún encima de él, sentí su caliginoso líquido brotar que
baño nuestros abdómenes aún unidos como unidos seguían nuestras bocas, nuestros
brazos a nuestros cuerpos, como se unían los rizos de sus cabellos en los míos,
éramos uno solo en ese instante donde por primera vez nos entregábamos, no a
las solitarias jornadas de masturbaciones donde solo nos mirábamos a los ojos
que suplicaban ardientemente que nos uniéramos en carne y semen… en la
oscuridad de la biblioteca, donde juntos habíamos leído “El Satiricón”, donde
habíamos compartido nuestras inocentes indecencias sobre “Justine o los
infortunios de la virtud”, habíamos entregado el uno al otro lo único que nos pertenecía,
nuestro amor, nuestra pasión.
Nuestra pasible soñolencia postcoital
fue interrumpida por unos jadeos lejanos que sonaba más como una tos que como
quejidos de placer, nos miramos sorprendidos, algo asustados porque nos
percatamos que fuimos espiados, rápidamente nos levantamos como pudimos nos
vestimos y huimos despavoridos pero aun agarrados de las manos, nos acostamos
cada uno en nuestras camas pero nuestras manos extendidas seguían unidas. Nos
seguíamos mirando en la plenitud de la noche, poco a poco nos fue venciendo el
sueño y caímos felices en los brazos de Morfeo.
A las cinco de la madrugada me
levante, Teofonte seguía dormido, en su rostro se dibujaba la felicidad
completa, sus cachetes blancos, sus labios carnosos y rosas, sus largas
pestañas aun descansaban y no me atreví a despertarlo, su sueño conjugado con
la blanca piel que escapaba de las límpidas sábanas le daba un aire de aquellas
estatuas de alabastro que adornan las tumbas
de los camposantos. Le besé silenciosamente en la boca. Entonces dirigí mis
pasos a lo que me esperaba allá afuera. Me acompaño hasta la puerta del colegio
el abate-director que me tomo del hombro hasta llegar el taxi que me llevaría hasta
el aeropuerto. Apena coloque las maletas en el taxi y antes de montarme el director me dijo al oído: “Se lo que
hiciste anoche”. Cerró la puerta y el taxi enseguida inicio su marcha.
Las cartas estaban echadas, yo
comenzaba una nueva vida en la gran ciudad. Teofonte se quedaría en el
internado por tres meses más, bajo la mirada implacable del director, ya yo conocía
su crueldad pero también conocía su nobleza… ¿Qué cara le mostraría a mi bello
Teofonte? Tuve una erección tremenda, abrumadora, que solamente pereció cuando
llegamos a la terminal. Salí del taxi y dije Adiós, olvidándome de inmediato de
Teofonte.